lunes, 28 de septiembre de 2009

JOHN ELIOT GARDINER 7 (En español)

¿Se podría sugerir que Rameau lleva hasta sus últimas consecuencias la ópera francesa, tal como fue concebida por Lully un siglo antes?

Para mí, las óperas de Lully se insertan en una acción dramática cantada. Lully es, ante todo, un hombre de teatro para quien danza, decorados y maquinaria forman parte de un espectáculo musical total. Rameau proporciona a su música una dimensión mayor y una profundidad sin afectación. Inventa un universo de tal interioridad que su música ejerce una auténtica fascinación, a pesar de ciertas convenciones lullianas, a pesar del manierismo de las formas que estaba obligado a utilizar, a pesar del desarrollo a veces demasiado breve de cada aria, de cada danza. Rameau yuxtapone a menudo elementos en perjuicio de la melodía y el aliento dramático. Pero su música, como la de Monteverdi, está animada por tal sensibilidad, atravesada por pasiones tan ardientes, que “penetra hasta el interior del alma”, por citar las palabras de Platón. La originalidad de su arte para pintar los afectos mediante cambios en la tonalidad y en el aparato orquestal recuerda constantemente su filiación con Monteverdi, de quien ciertamente deriva su genio. La arquitectura de sus óperas se subordina a la expresión de los sentimientos y no, como en Lully, a la dramaturgia.

En mi opinión, las obras maestras de Rameau son su primera ópera, Hippolyte et Aricie, recorrida por un estremecimiento de simpatía y compasión por la situación patética de Fedra, y Les Boréades, que nunca vio representar, pues los ensayos se interrumpieron inexplicablemente en 1763 y el músico murió al año siguiente. Esta última ópera es la más original, la más osada, escrita con un vigor extraordinario. La música es suntuosa y adopta en ella la forma más lograda de su actividad creativa.

La desaparición de Rameau dejó en el paisaje lírico francés un vacío que sólo llenó la llegada de Gluck a París.

Gluck es magnífico, pero menos músico que Rameau. Es, incluso, su opuesto. Posee esa manera propia de simplificar los libretos, de despojar a la música de cualquier adorno superfluo a fin de servir a la psicología de los personajes y a la acción dramática. En comparación con la música de Rameau, tan variada en timbres y colores, tan diversa en efectos de ambiente y que no deja de recordar a Debussy, la de Gluck me parece monótona. Con una orquesta reducida cuyos recursos conoce por completo, Rameau logra verdaderos prodigios utilizando de manera personal la paleta sonora de los instrumentos: cuerdas, flautas, oboe, fagot. En Les Fêtes d’Hébé, por ejemplo, las loures y las musettes, esas danzas pesadas y lentas, son de una riqueza armónica asombrosa. Me gusta en particular su música pastoral, que encierra tanto sufrimiento íntimo y nostalgia, una languidez de ensueño, una melancolía desgarradora, como en un eco del mundo velado y poético de Watteau. Rameau es el maestro de la orquesta barroca, mucho más que cualquier otro compositor.

Me agrada pensar que, durante su estancia en París con su padre Leopold, el joven Mozart pudo haber asistido a los ensayos de Les Boréades. Su Idomeneo sale de la pluma de un artista que, aunque de manera superficial, leyó, sin duda, la partitura del mayor compositor francés vivo. Me gusta imaginar esta hipótesis maravillosa, porque pone en relación cosas que admiro y llena mi deseo de encontrar conexiones y enlaces entre las grandes obras musicales.

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